La psicóloga Inés Bárcenas colabora con la periodista Ana Iris Simón para este artículo de la revista Vice Magazine.
Antes de irme de casa, cuando discutía con mis padres, siempre había alguno que decía "qué ganas de que te largues" o "qué ganas de largarme", dependiendo de si eran ellos o yo los que manifestaban explícitamente el deseo de que eso ocurriera e implícitamente el hecho de que uno no suele poder, por su salud mental y la de sus padres, alargar hasta el infinito el momento de emanciparse.
Con 23 años me fui de casa y el día que lo hice a mí se me cayó una lagrimilla, a mis padres también y mi hermano pequeño se puso a llorar muchísimo. Aún echo de menos algunas noches, mientras me pongo por defecto algún vídeo de YouTube que me sale en recomendados sola en mi cuarto, ver reposiciones de Aquí no hay quien viva con ellos en el comedor. Y eso que no era algo que me gustara especialmente cuando vivía allí. Tampoco me gustaba especialmente despertarme los sábados por la mañana, tuviera resaca o me estuviera preparando para irme a mi curro de fin de semana, y saber que habría gente sí o sí. Ahora hay sábados que también lo echo de menos.
Es un lugar común, un cliché, pero como todos los clichés tiene su parte de verdad y su parte de hipérbole, en este caso de hipérbole un poco blandengue. Pero desde que me fui de casa me llevo mucho mejor con mis padres. No sé si les quiero más, pero sí que he aprendido a quererlos de otra forma, quizá mejor. Los miro de otra manera, aunque dice Alejandro Zambra que nuestros padres nunca tienen cara realmente porque nunca aprendemos a mirarlos bien.
Y aunque seguramente haya para quien "suspadreshansidosusmejoresamigosdesdesiempre" o quien no se va de casa con casi 30 y un sueldo fijo porque está tan ricamente y encima ahorrando para un Opel Corsa o quien ha odiado desde siempre a sus padres y los sigue odiando porque son escoria humana, somos muchos los que vemos cómo nuestra relación con ellos mejora cuando volamos del nido.
Las razones obvias son que la convivencia, sea con quien sea, es jodida y tiene sus cosas. Que solo se puede echar de menos lo que no se tiene cerca y que echar de menos, tiene su puntito. Pero también pasa por causas más profundas y menos mundanas, como la necesidad de los hijos de lo que Freud denominó "matar al padre", el proceso de individuación necesario para madurar y convertirse en adulto.
"A partir de los 18/ 20 años alcanzamos un nivel de desarrollo psicológico que nos permite ser autónomos y nos impulsa a explorar nuestras necesidades, el mundo y maneras de vivir que se salgan de lo que hemos conocido en el hogar familiar", cuenta la psicóloga y psicoterapeuta Inés Bárcenas. "Eso genera que la mayoría de las discusiones que se producen en situaciones de jóvenes adultos que aún viven con sus padres se deban, en su raíz, a conflictos de poder y de identidad. Lo más común es que estos conflictos estallen porque: mi madre me revisa los cajones en busca de tabaco o marihuana, mi padre se queja porque duermo hasta tarde los fines de semana, me ponen mala cara si llego más tarde de las 11 entre semana o me critican por leer este periódico u otro".
Bárcenas afirma que "en un desarrollo psicológico sano y normal, es necesario romper el cordón umbilical que nos une a nuestros progenitores y al hogar familiar. Los psicólogos denominamos a este proceso por el cual nos hacemos conscientes de que tenemos una identidad en cierta medida autónoma, separada de nuestros padres, individuación. La niñez se caracteriza por un tipo de vínculo vertical, jerárquico y unidireccional", añade la psicóloga."Los padres cuidan de nosotros y nos ofrecen seguridad psicológica y material. El paso a la edad adulta se caracteriza por un cambio de forma de este vínculo afectivo, que se vuelve cada vez más recíproco y horizontal, por el cual nos relacionamos de igual a igual y nos reconforta cuidarnos mutuamente y encontrarnos desde una mirada adulta".
Antes de irme de casa, no recuerdo muy bien cuando pero supongo que en la adolescencia, me di también cuenta de algo bastante obvio pero en lo que había evitado pensar hasta entonces: de que mis padres, además de mis padres, eran personas. Personas con sus vicios y virtudes, con sus idas y venidas. Con cosas que me gustaban más y otras que me gustaban menos. Y supongo que al principio fue una decepción en cierto modo eso de que no fueran omnipotentes ni seres de luz porque absolutamente nadie lo es.
Cuando le rebatía algo de manera violenta mi padre me respondía a veces, con una calma que me ponía aún más nerviosa, que no me preocupara, que estaba matando al padre y que aquello era normal. Obviamente ese intento suyo de racionalizar mi enfado, de explicarme lo que me estaba ocurriendo, me ponía aún más nerviosa. Pero mi padre tenía razón. De hecho, casi siempre la tiene.
Inés Bárcenas lo explica. "Desde el psicoanálisis se entiende la muerte simbólica del padre o la madre como un paso necesario para la madurez. Se caracteriza por una búsqueda de autonomía y ruptura progresiva de ese vínculo vertical de protección y autoridad. El ‘"tú no me mandas" seguido del portazo que tantos hemos gritado de adolescentes representa la caída de los padres del pedestal. Comenzamos a rebatir, a desobedecer para forjar nuestro ser. En este proceso, que puede ser doloroso en muchos casos, dejamos de verlos como dioses, de idealizarlos, para comenzar a vislumbrar sus limitaciones como humanos".
Es el "de aquellos barros, estos lodos" pero al revés, como algo no intrínsecamente positivo pero sí necesario. Necesitamos, en cierto modo, ser un desastre y unos imbéciles con nuestros padres para ser adultos completos. También necesitamos dejar de concebirlos como seres de luz y atisbar sus sombras, aunque de primeras de miedo y rabia.
Pero, ¿qué ocurre si este proceso de individuación no se completa, si no llega a producirse? "Que la identidad de la persona queda fusionada a la de los padres y se frena el desarrollo psicológico normal que permite a la persona alcanzar sus capacidades adultas", responde la psicóloga. "Es un problema de raíz bastante común en las personas que acuden a consulta, aunque las manifestaciones psicológicas varían de una persona a otra. Se puede manifestar en rasgos dependientes de la personalidad, tendencia a la ansiedad, dificultades en la regulación emocional, problemas para afianzar relaciones sentimentales o trastornos adaptativos o depresivos cuando algo amenaza el vínculo familiar".
"La autonomía, la libertad y la reciprocidad en las relaciones nos sientan bien como seres humanos", concluye Inés Bárcenas. "Cuando miramos desde abajo hacia nuestros padres en el pedestal solo vemos sus partes brillantes y robustas. Sin embargo, no llegamos a quererlos realmente por las personas que son en su totalidad. Amamos más cuanto más conocemos. Por eso, aunque sea un proceso doloroso, conocer a nuestros padres con sus luces y sus sombras nos enseña una de las lecciones más importantes en la vida: a querer de forma incondicional".